LARVAE

Durante varias semanas Manuela anduvo extraña. Salía temprano y llegaba más  tarde de lo normal. Los primeros días la esperé como siempre a las seis en punto a que volviera del trabajo, sentado en la cocina al lado del mate para acompañarla, pero comenzó a llegar pasada la medianoche, directamente a meterse a la cama, a veces sin siquiera saludar.  Esos primeros días supuse que estaba agotada, que  tenía que quedarse hasta tarde trabajando y no la molesté, hasta que comencé a notar cosas que ya había visto antes y me resultaban sospechosas: labial nuevo, corte de cabello, uñas arregladas, ropa nueva y perfume. Me lo tomé con la calma que pude, observándola tranquilo en el silencio oscuro de la casa ir y venir  llena de colores nuevos, pero ya cuando un jueves llegó de madrugada me hizo enojar de verdad. Rompí el espejo del baño donde se arreglaba, rasgué su ropa nueva, hice trizas el florero y boté los elefantitos de la mesa de centro, que yo sabía que Manuela odiaba pero  su madre le había regalado todos los años antes de fallecer.

Cuando llegó miró a su alrededor con silencioso asombro y luego explotó en furia, me gritó cosas terribles que yo sé que en el fondo no las siente de verdad. Me dijo que esta vez yo no iba a impedirle ser feliz, que estaba cansada de cargar conmigo y que llamaría a Lucía para que me fuera de una vez por todas. Ahí supe que era en serio, que de verdad si no hacía algo podría perderla para siempre.

Tuve miedo, decidí muy a mi pesar, mantener distancia y no molestarla durante varios días. Manuela tampoco me hablaba, seguía enojada, me ignoraba como si no existiera; salía temprano y volvía tarde.  Aguardé silencioso en cada rincón de la casa, esperando paciente y convencido de que esto sería pasajero y volvería a ser la misma de siempre apenas se diera cuenta de que los dos solos bastábamos para ser felices.

Pero los días pasaban y ella seguía comportándose como si yo fuera un estorbo, una molestia. Parecía que ya no disfrutaba pasar su tiempo conmigo  cuando antes le bastaba con quedarnos en casa; ella ponía algún disco y bailaba haciendo flotar sus vestidos o me leía  algún libro nuevo que hubiera descubierto, veía películas a mi lado y se reía o lloraba con ellas, siempre tan felices solos los dos que me cuenta entender por qué ahora esa necesidad de ser como los demás. La conocí en todas sus etapas y nunca había tenido interés en una vida “normal” como ahora en su confusión me había dicho que quería.

Un día Manuela llegó temprano, a la hora de siempre. Era mi oportunidad de tenerla de nuevo necesitando mi compañía y volviendo a nuestra rutina. Manuela no tenía a nadie más que mi, nunca tuvo hermanos, y sus padres habían muerto hacía ya un par de años dejándonos solos y en paz en la casa en la que vivíamos. Ellos también intentaron separarnos varias veces a través de la estúpida de Lucía, pero descubrimos la forma de seguirnos viendo a escondidas por un tiempo hasta que nos descubrieron y trataron de llevársela. Yo no lo podía permitir, los que se tenían que ir eran ellos, ella lo entendió.

Manuela está de vuelta y no puedo permitir que se aleje otra vez, su lejanía me debilita. Ella entenderá que por su bien lo mejor es que volvamos a la normalidad. La abrazo en las noches, respiro su aire para que en la mañana me necesite. Amanece solitaria e indefensa,  con esa fiebre que la hace ver tan hermosa, pálida y frágil, pidiendo ayuda, mi ayuda. Me vuelve a necesitar otra vez mi preciosa Manuela. El médico llegó un par de horas después, y no le encuentra nada, como tampoco le encontró a su madre.  Le deja un par de medicamentos inútiles y le ordena exámenes. La pincha y me contengo de matarlo, porque no hay razón para estar enojado.  Tendría a Manuela en casa una semana para mí solo, me acurruco a su lado y le tocó el pelo, Manuela llora, de felicidad y alivio de habernos reconciliado. Le susurro que todo estará bien, que mientras estemos juntos todo estará bien.

Suena el timbre de la puerta.  Manuela me mira con pánico y corre a ponerse la bata, sin abrir pregunta quién es, la voz de un hombre que supuse de inmediato era el culpable de las llegadas tarde y de su alejamiento, le  rogaba que le abriera para poder verla.

−No puedo ahora, nos vemos mañana−dijo Manuela mirándome.

−Me dijeron en la oficina que estabas enferma y vine a ver si necesitabas algo−dijo el intruso.

−No, estoy bien, ándate por favor−le dijo Manuela nerviosa.

−No me iré hasta que me asegure de que estás bien. Ábreme por favor.−Manuela me suplica con los ojos  y me susurra que me esconda, la miro con rabia y me pierdo en el pasillo. Desde ahí logro  escuchar al intruso entrando a la casa y me acerco para verlo mejor; el tipo alto, de barba y pelo oscuro, la abraza y le besa la mejilla como si fuera más que un aparecido. Trae unas flores que deja en un vaso y la acompaña hasta su cama.  La tapa, le besa la frente y le dice que le hará sopa mientras ella descansaba. Manuela me mira en la entrada de la pieza y me pide guardar silencio, que me esconda y no haga nada. Conozco esa mirada, la vi el día en que nos descubrieron sus padres, pero ella debía entender como esa vez, que esconderse no haría que nos dejen en paz.

El tipo camina hasta la cocina y comienza el ritual de la sopa como si esta fuera su casa. Yo no lo soportaría mucho tiempo más pero lo dejo jugar al enfermero un poco. Silba una canción, una de las favoritas de Manuela, lo sé, ella siempre la pone cuando está de buen humor. En años nadie más había pisado esa casa, y pretendo que eso siga así. Manuela nunca llevaba a nadie y este intruso, osó romper esa paz. Vuelvo al dormitorio y me acomodo al lado de ella, en mi lugar, donde duermo siempre desde que ella medía apenas un metro. Cuando la conocí yo era más alto, ella era apenas una niña; tímida, pequeñísima y flaca con grandes ojos cafés que le cubrían casi la cara completa. Ella me vio, se quedó en la entrada de la casa mientras sus padres intentaban sacar a mi madre del auto en llamas, pero ella no me quiso dejar. Mamá se aferraba a mi cuando explotó. Manuela me extendió la mano desde lejos y yo caminé hacía ella. Me miró sin miedo y me tomó la mano, me dijo que me cuidaría, que seríamos amigos para siempre. No le importó mi piel abierta, mi cabeza carbonizada. Me pegué a ella, fiel a la promesa de cuidarnos y estar juntos para siempre. Ella lo sabía, a veces se confundía y quería abandonarme pero yo sé bien como devolverle la cordura. Manuela es mía, sabe que lo será para siempre.

−¡La sopa está lista!−grita el intruso y yo me incorporo para sentarme en la orilla de la cama. Manuela llora, probablemente de la felicidad de terminar pronto con esta farsa de soportar al intruso que llega hasta la puerta con la bandeja y me mira con esos ojos aterrados de niño asustado, ese miedo en los ojos que conozco tan bien, que vi en todos los que trataron de alejarla de mí antes sacarlos de nuestra vida.

La sopa cae al suelo. Manuela se lleva las manos a la cara llorando y temblando.

−Fuera−le grita ella−vete antes de que sea tarde− le suplica.

El intruso pálido, se da media vuelta y corre fuera de la casa. Como todos, huye, la deja. Todos huyen menos yo.

−Ya Manuela−le digo acariciándole el pelo, si prometes no volver a hacerme enojar dejaré que mañana te sientas mejor−.